sábado, 4 de octubre de 2008

Tropiezos transatlánticos

...La seguridad la sentía desde que intentaba imitar los pasos con traspiés que Antonieta Rivas Mercado había dado, mientras tocaba dentro de la bolsa del abrigo el frío metal del revólver de Vasconcelos. Pensaba que al igual que ella, Antonieta había cruzado el Atlántico para estar un poco con el hombre al que admiraba, lo mismo que ella con Julio, y había dejado años atrás a su esposo, el gringo, como ella a Gustavo. Así, sintiendo una simpatía con Rivas Mercado, Ariadna permanecía sentada en una banca de la catedral, imaginando el 11 de febrero pero de 1931, el día que la desilusión llevó a la desdichada mecenas a caminar tropezando con las banquetas, girando alrededor de su cabeza un pasado de fantasmas, actores haciendo caravana al público que los ovacionaba en el Teatro Ulises el día de su estreno; billetes a puños introducidos en los bolsillos de los sacos de Xavier Villaurrutia y Novo mientras su esposo, el estadounidense, la apretaba por el brazo harto de tanto perfumar sus vidas de intelectualidad y arte, de escuchar palabras que a borbotones manchaban la cena en su casa. Pero Vasconcelos siempre, en la intimidad, seguía siendo distante con su amante, nunca pidió que dejara a su esposo para estar con él. Ese día en que Antonieta Rivas caminaba por el mismo Boulevard Saint-Germain, despreciada ella y con el peso de la complicidada traicionada luego de la salida de México, tras el fraude financiero por el que acusaban al apóstol de la educación mexicana, lo que lo orillara al exilio, había decidido darse a las soledades, a las tristezas de sus estudios filosóficos, derrotado como pez con la carnada dentro, a morir en la soledad en llamas. Ariadna cerraba los ojos con fuerza, y el disparo retumbaba claro, como repetición del original; volteaba al suelo y veía a Antonieta tirada, dejando correr la sangre de la fisura hecha por la bala en su cráneo.
Esta vez, al recrear en su mente la muerte de Rivas Mercado, pensó largo rato en Gustavo Herbert, recordaba las palabras que apenas hacía una hora él había enunciado: “Para jugar a Horacio y la Maga se necesitan dos. Tú juegas sola en París, sola”, y al final, antes de que ella colgara el auricular: “Ariadna. Deja de enredarte”. Abandonó el templo, no quiso mirar atrás, dejaría de ir un par de días, se dijo. Un taxi paró luego que ella pidió que se detuviera. Sacó su libretilla, leyó el domicilio y lo dijo al conductor; tomó el bolígrafo para escribir en la siguiente hoja...