martes, 29 de abril de 2014

Las manos del coronel

En 2004, la Universidad de Guadalajara organizó una edición extraordinaria de la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar; en la inauguración y en una conferencia posterior, escuchamos a García Márquez, Saramago y a Carlos Fuentes, sentados en la misma mesa. Aquello era como si el Paraninfo en realidad fuera una mesa de cafetín... recordaban a un amigo-colega, a Cortázar, hablaban de él con reverencia y camaradería, y los del público escuchábamos la conversación de la mesa de al lado. Ahora, diez años después, los tres se han ido... como quien sale de casa en la tarde por un café.
          Eso fue sólo el comienzo. El segundo día de la Cátedra, estaba por dejar el Paraninfo cuando vi a cientos de personas formadas, para llegar con García Márquez, Saramago y Fuentes. Todos llevaban en la mano un ejemplar. Yo no.
En la fila rumbo al colombiano, atestigüé cómo algunos volvían de la librería Siglo XXI, o con bolsas de FCE o Gandhi; habían corrido para comprar un ejemplar y llegaban con él, aún con el celofán. Yo no tenía un libro de García Márquez, ni dinero.
          Ese día llevaba en mi maletín “La frontera de cristal” de Fuentes. Así que les enseñaba a los guaruras que sí tenía un libro por autografiar. Ellos no prestaban mucha atención al título o al autor. Era un libro de esas ediciones baratas con mal papel, de lejos pasaba por cualquiera.
          Yo no soy un cazaautógrafos. Nunca he pedido a los autores sus firmas ni una foto con ellos. Guardo ese deseo para los futbolistas viejos: Hugo Sánchez, Zidane o Maradona. No quería un autógrafo de Márquez. Yo pretendía llegar hasta él y saludarlo, verlo de cerca, escuchar su voz y ya.
          Yo era el último de mi fila. Dejé que otros pasaran primero. Un guarura me pidió que tuviera listo el libro para la firma. Junto a mí pasó Fuentes con su aire aburguesado; me daba igual que él ya se hubiera cansado de dar autógrafos.
Sólo faltábamos diez para llegar a Márquez. Ya veía al colombiano, pensaba en el periodista; yo había trabajado en el periodismo y pronto renuncié decepcionado al no encontrar lo que había leído en García Márquez. Ignoraba que semanas después volvería definitivamente a un periódico.
          Otro guardia que no había visto llegó hasta mí. Me pidió que le enseñara mi ejemplar. Lo enseñé a regañadientes. Parece que siempre hay un listo de traje negro que logra distinguir entre Carlos Fuentes y García Márquez. Me pidió que me fuera. Yo le decía que sólo quería saludarlo. Estaba a cinco pasos ya.
El viejo firmaba el último libro del día. Dos escoltas me tomaban por los brazos. Miraba sus audífonos con los que se comunicaban, decía que “me tenían”. Yo les repetía: “sólo lo quiero saludar”. Entonces escuché la voz de García Márquez.
          Una voz baja, cansada pero firme: “Déjenlo, viene conmigo”. Hizo una seña para que me acercara. Me preguntó cómo estaba; le dije que sólo quería saludarlo. Me estrechó la mano, sentí su piel de papel, blanda por dentro, le adivinaba las articulaciones, los huesos; se le veían las venas verdes.
          Me preguntó si yo escribía y dije que narrativa. Miraba su nariz enorme, sus lentes de pasta, su bigote cano. Él me decía que se alegraba de que escribiera, que hacían falta todas las cosas que yo pudiera narrar, que nunca pensara que narrar era un acto innecesario.
          Entonces, el guardia dijo que era hora de irse. Quise ayudarlo a levantarse, al abuelo García Márquez. Volví a sentir su mano, me despedí y caminé hacia el mediodía amarillo, sin un centavo en la bolsa que me permitiera salir de casa en la tarde por un café.
          Texto publicado originalmente en Diario Milenio, edición del 25 de abril de 2014.